Pies calientes

por Óscar Navas

Me pongo la primera chaqueta que aparece en el perchero y me atuso el pelo mirándome en el espejo del recibidor. «Solo es un paseo», me repito desde que me aventuré por el pasillo. No quiero ni pensar en ello. Me aseguro mil veces de que cojo el bolso y las llaves. Entonces abro la puerta. Justo al hacerlo, el olor a lejía del rellano me aborda y me produce náuseas. La vecina ha fregado hace poco. Por un momento, me planteo si todo esto tiene algún sentido, pero no puedo retrasarlo más. Estoy decidida a hacerlo, así que me apoyo en el marco de la puerta y me cubro la nariz con el interior de la chaqueta, que huele tímidamente a suavizante... Y salgo...

La intensidad de la luz de los fluorescentes me deja algo aturdida, pero yo me cobijo en mi cuello y sigo avanzando. Me dirijo al ascensor, suplicando no encontrarme a nadie dentro. Por suerte, la gente decente está sumida en su ordenada vida, comprando en el supermercado o acabando de trabajar. «¡Bendita normalidad! ¡Quién la tuviera!», pienso mientras el ascensor desciende los tres pisos preceptivos antes de llegar a la planta baja. Me cuesta un poco abrir la puerta; parece más pesada que la última vez que intenté hacerlo, pero finalmente puedo con ella, y la dejo cerrarse detrás de mí.

El recibidor está libre y no me supone un gran inconveniente bajar las escaleras, porque utilizo la rampa para los carritos. También me he puesto los zapatos más planos que he encontrado para evitarme cualquier tropezón. Que en lo de precavida salí a mi madre, no hay duda... Luego llego a la vidriera y veo la avenida frente a mí y a la derecha, entre los coches que la cruzan, localizo mi objetivo. Me asusta un poco verlo tan lejos y, por unos instantes, me asalta el temor a que no voy a ser capaz de llegar. ¡Maldita agorafobia postiza! Pero entonces recuerdo por qué me estoy tomando tantas molestias, y eso recompone mi moral hecha añicos unos segundos atrás.

Al abrir el portal noto el aire frío que me sube por los tobillos. Hacía tanto que no salía a la calle que se me había olvidado que el otoño ya estaba aquí. Al dar los primeros pasos, me noto algo mareada. Tengo la impresión de que me tambaleo un poco y rezo para mis adentros esperando que el suelo no se haya abierto bajo mis pies y solo sea cosa mía. Por suerte, el semáforo de peatones está cerca y puedo cogerme a él antes de caer definitivamente. Nadie se extraña de mi torpeza y tampoco me ofrecen ayuda. Deben pensar que soy una a la que las cervecitas del afterwork se le han ido de las manos. No se lo reprocho. Intento mantener la compostura y, cuando me incorporo ayudándome del poste, veo de reojo cómo me observan. Por suerte, el semáforo se pone en verde en seguida y no les doy tiempo a que sigan elucubrando teorías.

El cruce es bastante largo y un repentino espasmo en el estómago arremete a medio camino. Empiezo a toser, llevada por los nervios que casi me asfixian. «¡Berta, joder! ¡Que no es atravesar el Gran Cañón!», me grito en silencio. Reconozco que a veces soy demasiado cruel conmigo misma: en momentos así, cualquier otra persona reclamaría palabras de consuelo, pero yo estoy tan cansada de escucharlas en los últimos tiempos, que me contento con esa patada en el culo. Llego con cierta dignidad a la otra acera, casi sin ganas de vomitar, y me doy la vuelta para comprobar lo lejos que he llegado, espoleada por la otra yo que vive en mí. Unos cuantos pasos más me llevan finalmente al chino de la esquina.

Al entrar, parece que Chang no me reconoce. Sé que llevo unos días con mala cara, pero tampoco es que huela a galleta rancia. Me dirijo directamente al mostrador, porque no quiero perderme en el laberinto de su tienda, y carraspeo para quitarme el nubarrón que lleva semanas en mi garganta.

—Hola, Chang. Quiero unas zapatillas de estar por casa, de esas calentitas, para mi niña.

—¡Ah! ¡Berta! No te he visto. Tú estás muy rubia ahora... —medio chapurrea, sonriéndome mucho—. Me parece que tengo alguna en este pasillo, al fondo...

Chang ve en mis ojos que no tengo intención de ir a buscarlas y se ofrece él. Mientras espero, reviso las pelucas que tiene en la estantería cercana a la de los bolsos. La caoba no estaba la última vez que vine. Las tengo todas controladas. Vuelve al poco con unas zapatillitas de princesa, y yo no puedo evitar recordar a mi abuela cuando repetía: «Cabeza fría y pies calientes dan larga vida a la gente». A mí lo de cumplir con los refranes nunca se me ha dado bien. Hoy no he tenido fuerzas ni para ponerme unos calcetines antes de salir.

Pensaba regalarle unas pantuflas bonitas a mi Tere para Navidades, pero quizás no dure tanto. El otro día, el doctor no me dio muchas esperanzas. Dijo que, vistos los resultados de las pruebas, no pasaría de los dos meses, y me dio un último chute de quimio para despedir lo nuestro.

Así que, como no podemos permitirnos asustarnos las dos al mismo tiempo, he pensado en empezar yo e ir adelantándome a los acontecimientos. No tengo miedo a dejar sola a mi niña. La he enseñado a no llorar mientras yo aprendía a hacerlo a escondidas. Pero, ¿cómo iba a consentir que pase frío cuando yo no esté aquí para calentarle los pies con mis manos mientras vemos la tele?

Pago a Chang y echo de nuevo un vistazo a la bolsa donde están las zapatillas. Estoy deseando que vuelva del cole para preparar un buen chocolate con churros y entregárselas.

«Es solo un paseo...», me digo al dejar atrás el olor a ambientador barato del bazar, «Pero qué bien lo he aprovechado...»

Muchas gracias

por llegar hasta aquí... :)

#Heroínas